
“No existe un color feo, sino un color mal escogido o un color mal puesto.”
Recuerdo cuando mi profesora de cosmetología nos dijo esta frase. En aquel momento, hablábamos de maquillaje y estilismo, de cómo un color puede resaltar la belleza de una persona o apagarla por completo dependiendo de cómo y dónde se use. Pero, con el tiempo, me di cuenta de que esa idea va mucho más allá del mundo de la estética. Se aplica a casi todo en la vida: nuestras decisiones, nuestras elecciones, nuestros caminos.
Porque, ¿qué pasa cuando nos sentimos incómodos en un lugar, en una actividad, en una relación, y en lugar de pensar que quizá simplemente estamos en el sitio equivocado, nos culpamos a nosotros mismos? Nos convencemos de que el problema somos nosotros, de que tenemos que cambiar, adaptarnos, mejorar.
Y si el problema es que estamos usando la gama de colores equivocada?
Pensemos en el deporte. Cuántas veces nos han dicho que hay una manera correcta de entrenar, una disciplina superior a las demás, una zapatilla perfecta, un ritmo ideal. Nos sumergimos en planes de entrenamiento, en dietas, en equipamiento, porque creemos que debemos hacerlo así, porque “es lo que funciona”.
Pero, ¿y si no es nuestro color?
Conozco a muchas personas que han intentado por todos los medios ser corredores de asfalto porque es donde están los mejores corredores, y sin embargo, cada zancada, cada kilómetro es una lucha. Hasta que un día descubren la montaña y, de repente, todo cambia. El esfuerzo sigue estando ahí, pero ya no pesa igual. La respiración sigue acelerada, pero ahora va en armonía con el viento y no con el ruido de la ciudad. Descubren que su problema no era correr, sino el dónde corrían.
Y esto no solo pasa en el deporte.
Imagina a alguien profundamente emocional, con una gran necesidad de afecto y conexión. Ahora imagina que esa persona está en una relación con alguien frío, distante, que le dice que “necesita ser más fuerte”, que “no puede depender tanto de los demás”. Esa persona, en lugar de pensar que quizá simplemente no están hechos para estar juntos, empieza a creer que hay algo mal en ella, que tiene que cambiar, que tiene que ser más dura.
Lo mismo ocurre con el entorno en el que vivimos. Hay quienes aman la naturaleza, la vida al aire libre, los espacios abiertos, y sin embargo, pasan años en ciudades donde se sienten atrapados. Otros adoran la energía vibrante del asfalto y, aun así, terminan en lugares tranquilos, donde la vida les parece monótona y vacía.
¿Cuántas veces sufrimos simplemente porque estamos en el lugar equivocado?
Si cada persona es un color, no todos vamos a encajar en la misma paleta. Algunos brillarán más rodeados de tonos cálidos, otros se sentirán en armonía en una gama de azules y verdes. Lo importante no es forzarnos a cambiar nuestro color para encajar en un lugar que no nos pertenece, sino encontrar el entorno donde nuestra esencia tenga sentido.
Tal vez el problema no eres tú. Tal vez simplemente estás usando un color que no es el tuyo.
Busca tu propia combinación. Prueba nuevos caminos.
Recuerda: No existen los colores feos. Solo los colores mal escogidos.

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