
Nunca me ha gustado la expresión “salir de la zona de confort”. No porque me parezca mal la idea de superarse, sino porque hay quien confunde la incomodidad con la tortura. Y lo de hoy, amigos, ha sido una tortura sensorial con dorsal.
Decidí correr mi primera (y probablemente última) media maratón urbana en Zaragoza. Y aunque físicamente estaba preparada, mentalmente… bueno, digamos que metí mi cerebro en una batidora y le di al botón de máxima potencia.
Las altas capacidades: superpoder o trampa mortal
Tener altas capacidades suena bien en teoría. Te venden la moto de que somos más creativos, que aprendemos más rápido, que podemos hacer muchas cosas a la vez… Pero en la letra pequeña nadie te avisa de lo que significa vivir con el volumen del mundo al 200%.
El cerebro de una persona con altas capacidades no es que procese más información, es que la procesa toda a la vez, sin filtro, sin pausa y sin la opción de darle a “modo avión”. Para que os hagáis una idea:
• No escucho un murmullo, escucho cada conversación por separado, como si tuviera 15 pestañas de YouTube abiertas a la vez.
• No veo un grupo de corredores, veo cada uno de sus gestos, sus movimientos, sus intenciones, su forma de respirar.
• No percibo “ruido de fondo”, sino un catálogo completo de sonidos, desde el tipo que choca las suelas de sus zapatillas al pisar hasta el eco de los tambores rebotando contra los edificios.
Mi decisión estúpida del día
Podría haber corrido con canceladores de ruido. Podría haberme protegido del aluvión de estímulos que sabía que me iba a caer. Pero no. Decidí vivir la experiencia al 100%. En ese momento me pareció una idea lógica, quería ser igual que los demás, hacerme la fuerte, demostrar que era capaz. Ahora mismo, pienso que ha sido una decisión tan inteligente como lamer un enchufe.
Desde el disparo de salida, mi cerebro ha entrado en modo Matrix:
• “Cuidado con el de la derecha.”
• “Ojito con ese bordillo.”
• “Ojo que hay un giro, no te choques, no te choques, no te choques… demasiado tarde.
Era como intentar correr mientras juegas a esquivar carritos de supermercado un sábado por la tarde en el pasillo de las ofertas. Y para rematar, mi cerebro no terminaba de registrar que estaba corriendo. No tenía esa sensación de fluidez, de conexión entre el cuerpo y la mente. Solo tenía un cerebro sobrecargado gritando: ”¡ALERTA, ALERTA, ALERTA!” en bucle.
Al final, llegué a meta. Pero no he sentido esa euforia que se supone que tienes que sentir. No pude ni devolver la sonrisa a mi entrenadora y su marido, que me animaban con toda la ilusión del mundo. No porque no quisiera, sino porque mi cabeza estaba tan colapsada que hasta mover los brazos se había convertido en una tarea titánica.
Era como si mi cerebro hubiera decidido que lo de correr era secundario y su única función en ese momento fuera sobrevivir. Y cuando llegas a ese nivel de saturación, cualquier gesto simple—como sonreír, levantar el brazo para saludar o incluso respirar con normalidad—se convierte en un esfuerzo monumental.
Pero hubo algo bueno. Algo que me hizo pensar que, pese a todo, no había sido un día completamente horrible: Llegar a la meta con Cris, y el abrazo de Mariano. No sé por qué, pero en ese momento, su abrazo fue lo único que me conectó de nuevo a la realidad. Porque eso sí que sabía que iba a suceder.
Hoy he reafirmado algo que ya intuía: soy corredora de montaña. Allí no hay claustrofobia, no hay miles de pasos resonando a la vez, no hay ruidos artificiales golpeándome el cráneo. Allí, cuando llegas a meta, no te dan un plátano y te mandan a casa. No. Allí hay abrazos, risas, una paella o un buen rancho, y una jarra fresquita.
Y, sinceramente, si voy a desafiar mi cerebro de alta capacidad, prefiero hacerlo rodeada de árboles y con una cerveza en la mano.

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