Tres horas y un poquito más de viaje han tenido la culpa de que hoy me haya plantado en Zegama. Ese gran pueblo que, una vez al año, reúne a los pros, a los medio-pros, a los menos-pros y a cualquiera con ganas de dejarse la piel (y los cuádriceps) en el monte. Porque otra cosa no, pero para correr como corren algunos por aquí, hay que ser directamente medio extraterrestre. Y eso, lo confieso, me flipa.

Como iba bien de tiempo, me ha dado por venir por carreteras secundarias. Y he llegado a una conclusión que, aunque no es nueva, siempre viene bien recordar: la vida, cuando se vive con tiempo, es mucho más bonita. 

Me he permitido desayunar en un pueblo la mar de cuco, observar de camino a una señora que iba vestida como iba mi abuela en los 80 —con su bolsica de tela de flores yendo a por el pan—, y mirar con nostalgia esos bares de carretera que seguro que antes de la invasión de las autopistas de pago estaban llenos de comerciales con la corbata penduleando hacia atras, camioneros y un gran etcétera de trabajadores en peligro de extinción; ahora solo conservan en sus paredes enmohecidas y sus ventanas tapiadas grafitis del estilo Kevin ❤️ Jessy, como si el amor adolescente fuese lo único que sigue vivo entre sus ruinas.

Llegar a Zegama ha sido como entrar en una burbuja. Lo primero, buscar hueco para la furgo. De repente han aparecido una grupeta de señores canosillos, más majos que las pesetas, ayudándome entre todos a encontrar sitio como si me conocieran de toda la vida. Al final, uno con una mirada cristalina, de esas que te hacen confiar al instante, me ha dejado colocarme en el sitio que yo quería: lateral, sin vecinos, perfecto.

Al bajar, como no podía ser de otra manera, hemos empezado a hablar. Me ha guiado para ir a recoger mi acreditación de prensa. Se llama Carlos, es de Potes, pero vive aquí desde que se enamoró de una “moza” local. Ahora es un señor jubilado con tres hijas felizmente casadas que ya no viven en Zegama. Me ha dejado claro que a Potes vuelve tres veces al año. Y yo le he dicho que tengo tres días para hacerme su amiga y que me invite este verano. Y hemos sonreído juntos. Y le han brillado los ojos porque se ha sentido importante, y eso a la gente mayor le encanta. Y a mi más.

Y sí, que ya sé que he venido a ver un kilómetro vertical. Pero entre la ruta con la furgo y mi nuevo amigo Carlos, el viaje ya ha tenido sentido.

Después de comerme mi tupper, he tirado para arriba: pim pam, pim pam. Qué de gente y menudo ambientazo. Lo llaman kilómetro vertical, pero yo le llamaría “el ascensor del infierno”. Empiezas a subir, y entonces entiendes por qué los vascos son como son. Si hay un próximo Zegama me corto el flequillo a dos dedos, “kaixo Sarauken!!” y a ver si me da fuerza.

Menuda pasada. Verlos subir ese kilómetro como si nada… De otro planeta, esta gente.

Y los animadores? Y compartir un cachito de descenso charlando con Celia Balcells y Jan Margarit? Y esto solo acaba de empezar? Ou MAMA con ZEGAMA!!

Asi que aquí estoy ahora, de vuelta en la furgo, disfrutando de la escritura en mi nuevo cuaderno cortesía de Salomon y que, sinceramente, me ha hecho más ilusión que unas zapatillas nuevas.

Dia 1 por Zegama.

Deja un comentario

“Los diarios de Sara”, mi alter ego escritor que nació en un programa de radio.

No concibo una vida sin fuego para cocinar, libros que devorar y zapatillas para correr.

Mujer, polímata, soñadora, creativa y librepensadora.

Contacta conmigo