
Durante muchos años he vivido con el peso de una exigencia que no entendía del todo, pero que asumía como parte natural de mí. Tengo altas capacidades, y eso venía acompañado de una expectativa constante de rendimiento. De excelencia. Si yo podía hacerlo, ¿cómo no iban a poder los demás?
Me acostumbré a pensar así. A vivir así. A exigirme de esa forma a mí misma y, sin darme cuenta, también a los demás. No lo hacía desde la soberbia, sino desde una lógica emocional que, en mi cabeza, parecía incuestionable: si yo llegaba, si yo aguantaba, si yo entendía, ¿por qué ellos no?
Lo que no sabía entonces era que esa misma lógica era profundamente injusta. Injusta con ellos, sí. Pero sobre todo, injusta conmigo.
Porque lo cierto es que no siempre he podido. Y no hablo de lo académico ni de lo profesional, donde mis capacidades me han ayudado a brillar en muchos momentos. Hablo de otras áreas en las que me he sentido profundamente limitada. Ámbitos donde el esfuerzo no compensaba el desgaste: lo físico, lo deportivo, lo social.
Este ultimo año sobretodo, donde mis retos han sido principalmente deportivos he sentido esa frustración callada de no poder seguir el ritmo de los demás. De no disfrutar con actividades que para otros eran fuente de energía. De sentirme agotada después de lo que para ellos era solo “salir un rato”. Para mí, el exceso de estímulos exteriores es un desgaste profundo, invisible, que no se nota por fuera pero que me agota por dentro (cambio de terreno, de luces, saltos térmicos, hablar y correr a la vez..)
Durante mucho tiempo lo he vivido con culpa. Porque si era “inteligente”, si tenía “potencial”, si era “de altas capacidades”, ¿cómo no iba a poder con todo?
Pues no. No tengo que poder con todo. No tengo que ser buena en todo. No tengo que destacar siempre. Y entender esto ha sido, probablemente, uno de los aprendizajes más duros y más liberadores de mi vida.
Las personas con altas capacidades no somos máquinas. Somos neurodiversas. Procesamos la información de una forma distinta. Y eso no nos hace mejores ni peores. Nos hace diferentes. Lo que pasa es que crecer sintiéndote diferente, pero con la expectativa de ser “mejor” (aunque nadie lo diga así), es un cóctel perfecto para el autoengaño, la autoexigencia y la autocrítica feroz.
Luego está el otro gran tema: la justicia.
Durante años, pensé que era malo exigir. Que era incorrecto pedir un mínimo. Que ser meticulosa, metódica, o darle muchas vueltas a las cosas era sinónimo de ser una pesada. Que debía suavizarme, relajarme, no ser tan intensa.
Eso me enseñaron. Eso me repitieron. Y eso intenté. Pero fracasar en ese intento no era casualidad: era simplemente ir contra mi naturaleza.
Tengo un profundo sentido de la justicia. Me importa el respeto. El compromiso. La palabra dada. Nunca entenderé los “eres super importante” y que te cambien a la mínima porque igual lo que buscaban es puro ligoteo. O “qué guay pasar tiempo contigo” y que todo cambie cuando ya no estas todo el día preparando nuevos planes. Durante mucho tiempo me daba miedo poner límites, decir “te has comportado como un auténtico gilipollas”, pedir que se cumplieran ciertas normas, hacer valer mi tiempo, mi sensibilidad, o incluso mi trabajo.
He empezado a entender e integrar por fin que no estaba siendo injusta por pedir justicia. Que no estaba siendo borde por marcar límites.
Desde que tengo consulta propia, me he dado cuenta de cuánto me cuesta entender que alguien no cancele una cita si no va a venir. Para mí, eso tiene un peso emocional, ético y profesional. Y aunque durante mucho tiempo me callé y tragué con todo, por miedo a parecer dura o intransigente, ahora he empezado a expresarlo. A pedir ese mínimo que antes me daba miedo pedir.
Y no solo no ha sido negativo: me ha reforzado. Las personas lo respetan y lo tienen en cuenta, y quien no lo hace no tiene espacio en mi centro. Y todo está bien.
Estoy aprendiendo, poco a poco. A no compararme ni exigirle al mundo ni a mí lo que no corresponde. Estoy entendiendo que cada quien tiene su ritmo, su forma de procesar, sus límites y sus fortalezas. Y que las mías no son defectos: son parte de una estructura mental distinta. No mejor. No peor. Distinta.
Y cómo me está gustando. Sigo sumando!

Deja un comentario