A mí me gusta la gente cuyo interior es como habitar la casa de cualquier abuela. Esa típica casa de pueblo a la que vuelves todos los años —o siempre que puedes— en busca de paz, comida rica, abrazos, cariño, calma, consuelo y tranquilidad. Una casa que nunca juzgarás por el diseño de sus muebles, por la calidad de sus electrodomésticos, por la seguridad de sus puertas y ventanas, por su aislamiento o por sus novedades tecnológicas.

Las casas de las abuelas son lugares donde entras y, de pronto, todo está bien. El sofá es de los años 80, los cojines son de una tela brillante imposible de combinar, o mejor aún, llevan encima esa manta de ganchillo hecha a mano y con mil colores. Esa misma manta que ahora se ha puesto de moda en mercadillos vintage de ciudades con millones de habitantes y que venden a precio de oro, mientras te tomas un muffin vegano y un flat white por siete euros y medio.

Las casas de las abuelas no tienen suelo de parqué ni ventanas de doble cristal, tampoco calefacción central. Con encimeras que miden apenas setenta centímetros y que te quedan por las rodillas porque antes la gente era más bajita. O baños donde tienes que agacharte un poco para verte la cara en el espejo, porque si no, solo refleja tu pecho. Los azulejos son de un gusto peculiar, y los colchones… duros como una piedra, pero cargados de historia. Dormir en ellos es sentirse parte de algo más grande, de todas las generaciones que pasaron antes por allí.

Y por eso me gusta la gente que es como la casa de una abuela. Porque hoy, en estos tiempos que corren —y hace tiempo que echaron a correr—, cada vez veo más personas que se comparan, que hablan o visten todas de una forma parecida. No sé si lo hacen porque quieren, porque se les pega, por miedo o porque no tienen (o no quieren tener) tiempo para descubrir qué es lo que realmente les gusta. Son personas que viven en casas de estilo nórdico, todas cortadas por el mismo patrón. Que sí, que quedan bonitas, pero a ese tocco di classe, como dicen en Italia, siempre le falta algo.

Son personas que encienden las luces con una palmada, que llevan las últimas zapatillas y el último modelo de iPhone. Que seguramente te preguntan qué tal, que probablemente han hecho veinte cursos de coaching y mindfulness. Pero, desde una mirada quizá más introspectiva, más sensitiva, más emocional —como la mía—, yo echo de menos la autenticidad.

Echo de menos a la gente que me descubre un grupo de música nuevo, que habla sin miedo de su frikada favorita, simplemente porque le apasiona. A la gente que viste como le da la gana, que practica el deporte que le hace feliz, aunque sea jugar a la morra en un pueblo de Teruel. Me gusta la gente orgullosa de ser quien es, La gente que no pretende ser.

Y esa gente, cuando te abraza, cuando te mira, cuando te habla o cuando te llama y te pregunta de verdad cómo estás… esa gente te remueve por dentro. Te emociona. Como cuando entras a casa de tu abuela y piensas: “Aquí sí podría quedarme días y días, y salir renovada”.

Por más casas de la abuela y menos casas prefabricadas, por mucho que estén ahora de moda.

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“Los diarios de Sara”, mi alter ego escritor que nació en un programa de radio.

No concibo una vida sin fuego para cocinar, libros que devorar y zapatillas para correr.

Mujer, polímata, soñadora, creativa y librepensadora.

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