No es la primera vez que, hablando con alguien, comparte conmigo la siguiente reflexión:

“No entiendo cómo puedo ser súper llorona en momentos en los que las cosas no son tan importantes y, en las cosas realmente importantes, nunca lloro y me siento súper fuerte”.

Y yo también reflexiono. Y, como no podía ser de otra manera, reflexiono sacando veinte versiones diferentes de las veinte primeras versiones que ya había sacado 🤓☝🏻.

Mi reflexión más profunda es esta: cuando tú vas a un combate de boxeo, ya vas preparado. Ya sabes lo que se te viene encima. Sabes que te van a llover hostias como panes, y para eso te has preparado: físicamente, mentalmente, te has vuelto fuerte. Has elegido tus mejores guantes, tus mejores zapatillas, el mejor mordedor, el mejor casco. Vas preparado para la acción, para recibir, pero también para dar, para ir a por todas, para dar el todo de pecho. Ahí las lágrimas no tienen cabida. Ahí es cuestión de que gane el mejor, el más fuerte, y tú sabes que vas a poder con ello o, al menos, que vas a luchar hasta el final.

Pero si vas tranquilo por la calle, con los cascos puestos, escuchando el último grupo que has encontrado en el sótano de Radio 3, y de repente aparece alguien y te suelta una hostia a mano abierta… te quedas con cara de gilipollas. Con cara de: “¿pero cómo puede ser?”. Incluso puede que esa hostia te tire al suelo, y aún así pienses: “¿pero cómo puede ser?”.

Pues algo parecido interpreto yo en estas reflexiones. En las situaciones duras de la vida, tu propio cuerpo se encierra, se bloquea y no permite que salga ni una sola lágrima, porque en ese momento tu energía está concentrada en salir del bache, en que deje de haber peligro, en sobrevivir, en cuidar a los tuyos, en protegerte. Pero cuando no te lo ves venir, cuando la hostia es inesperada, ahí es cuando el cuerpo sufre, se tambalea, y a la mínima te rompes.

Pongo un ejemplo personal.

Me considero una persona con bastante cabeza, y que además pesa un quintal… o sea, que digo yo que algo dentro tiene que haber, aunque sean unos cuantos gramillos de materia gris. Pues bien: hace un tiempo conocí a un chico, amigos en común, majete. En ningún momento me vi venir que a ese chico le gustaba tener relaciones íntimas de dudosa… ¿cómo decirlo?… de dudosa legalidad. Pegar, escupir, insultar, taparte la boca, dejarte sin respiración… supuestamente porque eso le hacía disfrutar.

En ningún momento yo me vi venir esa situación. En ningún momento lo imaginé. Y, por supuesto, ahí se quedó: Sali pitando y nunca más permitiré que algo así pase. Pero me pilló de imprevisto, me dejó totalmente KO. Me entraron miedos, inseguridades, vergüenzas.

Y vuelvo a lo mismo: algo tan inesperado me generó un trauma que, incluso a día de hoy, me provoca un poco de miedo. Miedo al qué dirán, miedo a la opinión de la gente si se entera, miedo a la vergüenza. Madre mía, la de lágrimas que he soltado. Por suerte mi vida siempre ha sido otra y una situación así no me representa.

Cuando mis padres tuvieron un accidente de tráfico y mi madre estuvo en la UCI tanto tiempo… cuando pasamos por aquellos meses tan trágicos, en los que me despedía de ellos sin saber qué iba a suceder… ahí no solté ni una sola lágrima. No tuve miedo. No me sentí débil. Ahí mi cabeza se enfocó en lo verdaderamente importante: el cuidado, la fortaleza, la supervivencia.

En esta vida, más allá de ir preparadísimos, con ojos hasta en la nuca para intuir de dónde vendrá la próxima bofetada, hay que tener muy claro que, en cualquier situación, nuestro cerebro va a ser capaz de salir adelante. Y que nada, ninguna persona ni ninguna circunstancia —con la mano abierta o cerrada— debe tambalear tu bienestar mental o emocional, ni hacienda!!

Eso es algo que las personas neurodivergentes llevamos trabajando desde pequeñitos, porque desde siempre hemos sido los raros, los sensibles, los diferentes. Y ser así desde críos no te pone el camino fácil.

Hoy, a mis 42 años, con todo lo que he vivido —lo bueno, lo malo, lo regular— y con todo lo que aún me queda por vivir, tengo claro que me seguirán rompiendo mil veces, pero la sabiduría que me da haber pasado por tanto es lo que me permite seguir adelante siempre, tener una empatía brutal con los demás, valorar como nunca a las personas que me rodean.. sentir cada momento como si fuera único.

Y solo por eso, estaré siempre agradecida a cada una de esas hostias con la mano abierta que me ha dado la vida. Y no precisamente para chocarme los cinco, aunque mole infinito eso de chocar 😎.

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“Los diarios de Sara”, mi alter ego escritor que nació en un programa de radio.

No concibo una vida sin fuego para cocinar, libros que devorar y zapatillas para correr.

Mujer, polímata, soñadora, creativa y librepensadora.

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