
Esta mañana he visto a una señora paseando a su perro. Un perro que iba cojo. Pero ni la señora le reprochaba su cojera, ni él se quejaba, ni se detenía por ello. Simplemente se adaptaba. Caminaba a su ritmo, sin intentar seguir el paso de otros perros, pero tampoco quedándose quieto lamentándose. Su cojera era su realidad, y él la asumía como tal, sin darle más vueltas.
Y me ha hecho pensar.
Los animales tienen una capacidad innata de adaptación. Si a un gato le cortan la cola, no se pasa los días preguntándose dónde ha ido a parar su extremidad. Si un pájaro pierde una pata, no monta un drama existencial en su nido ni pone excusas para no volar. Siguen adelante. No buscan ser los más rápidos ni los más fuertes, pero tampoco se quedan atrapados en la autocompasión. En otras palabras: no van por ahí organizando “tertulias de victimismo” con otros animales para debatir sobre lo injusta que es la vida.
Los humanos, en cambio, somos expertos en hacernos la vida difícil. Tenemos la capacidad innata de compararnos con los demás y, además, de hacerlo mal. Si nos sentimos en baja forma, nos fijamos en el del gimnasio que parece una estatua griega. Si estamos en paro, miramos al emprendedor que a los 25 ya tiene tres empresas y una casa con piscina. Si tenemos un mal día, nos metemos en redes sociales a ver cómo todo el mundo “vive su mejor vida” (con un filtro y en el ángulo correcto, claro).
Y claro, así no hay autoestima que aguante.
Vivimos en una constante carrera por ser más fuertes, más exitosos, más resilientes, más positivos… más todo. Nos forzamos a mejorar continuamente, y cuando no lo conseguimos, nos frustramos y sentimos que estamos fallando. Nos decimos cosas como: “Tengo que estar bien. Tengo que poder con todo. Tengo que ser feliz.” Y si en ese momento estamos agotados, tristes o simplemente sin ganas, nos sentimos aún peor por no poder cumplir con nuestras propias expectativas.
Pero, ¿y si nos permitiéramos simplemente ser?
¿Y si nos dejáramos de tonterías y aprendiéramos un poco más de los animales? Si, en lugar de pelearnos con la realidad o quedarnos atrapados en la queja, nos adaptáramos, como lo hace ese perro cojo que vi esta mañana. Si un día nos despertamos con una “cojera” (emocional o física), en lugar de fingir que estamos perfectamente o encerrarnos en casa con un drama nivel telenovela, simplemente aceptáramos que ese día nuestro ritmo es otro. Ni forzarnos ni rendirnos, solo fluir.
Alguien podría decir: “Claro, es que los animales no se quejan porque no tienen voz.” Bueno, eso habría que verlo. A un gato le sirves su comida dos minutos tarde y se comporta como si hubiera vivido la peor injusticia de la historia. Un perro puede mirarte con más decepción que tu madre cuando te olvidas de llamarla en su cumpleaños. Quejarse, se quejan. Lo que pasa es que no se quedan atrapados en la queja. Se adaptan y siguen adelante.
Quizás ahí está la clave. Tal vez no necesitamos hablar tanto, sino sentir más. Escuchar lo que realmente necesitamos sin imponernos un guion de cómo deberíamos ser o actuar. Dejar de buscar siempre la versión “mejorada” de nosotros mismos y, en su lugar, aprender a convivir con lo que ya somos, con nuestras luces y nuestras sombras.
Porque, sinceramente, a lo mejor si fuéramos un poquito más animales, todo nos iría un poco mejor.

Deja un comentario