
Cuando le dije a mis amigos que me mudaba a un pueblo, las reacciones fueron dignas de una telenovela. Hubo drama, incredulidad y hasta apuestas sobre cuánto tardaría en arrepentirme y volver corriendo a la ciudad. “Te vas a aburrir”, “en los pueblos no pasa nada”, “vas a echar de menos la vida urbana”. Yo misma, después de 20 años en Barcelona, tenía mis dudas. Pero cinco años después, aquí sigo, más feliz que nunca, y con la satisfacción de poder decir: “Os lo dije”.
Vivir en un pueblo no es aburrido. Es pertenecer. Y pertenecer es algo que en la ciudad a veces se siente imposible. Aquí la gente te llama por tu nombre, te pregunta cómo estás y, lo mejor de todo, realmente espera una respuesta. Aquí, si te quedas sin batería en el coche, en cuestión de minutos tienes a dos personas empujando, a otra dándote instrucciones que no has pedido y a una abuela que se acerca “por si acaso”. Si te dejas las llaves en casa, no te preocupes: siempre habrá alguien con una escalera más larga de lo razonable dispuesto a ayudarte a entrar por la ventana (sí, me ha pasado, y sí, fue más épico de lo que debería haber sido). Y si no estás cuando llega un paquete, lo tiene tu vecino, quien probablemente lo haya guardado mejor de lo que tú lo harías y además te invite a tomar algo cuando pases a recogerlo.
Pero si hay algo sagrado en un pueblo, es el almuerzo. Aquí no existen los desayunos tristes de café rápido y bollito envuelto en plástico. No. Aquí, a media mañana, toca almorzar como Dios manda: bocadillos que parecen antebrazos, tortilla de patatas con bien de pan, carrilleras, huevos fritos y jamón del bueno y, si la ocasión lo merece, un carajillo para acabar (que en el pueblo las ocasiones siempre lo merecen). La ciudad tendrá brunch, pero aquí tenemos almuerzos. Y aquí, almorzar no es comer algo: es un señor ritual.
Si después de un almuerzo piensas que toca sofá y siesta, pues puede… pero no siempre. Porque otra de las maravillas de vivir en un pueblo es que puedo salir a correr por el monte o coger la bici cuando me da la gana. Sin semáforos, sin tráfico, sin gente mirándome raro cuando vuelvo sudando y llena de barro. Aquí, correr es respirar aire puro, perderse por caminos que siempre llevan a algún sitio interesante y saludar a las liebres, los zorrillos y algún que otro jabalí que, honestamente, parece más libre y feliz que la mayoría de la gente en la ciudad.
Aunque si hay algo que realmente me ha hecho sentir que tomé la mejor decisión es la sensación de familia. No he tenido la suerte de formar una propia, pero aquí tengo una enorme. Un montón de “padres”, “madres”, “hermanos”, “abuelos” y “abuelas” que me cuidan, me regañan si no llevo chaqueta cuando hace frío, me invitan a su mesa sin motivo y me llenan la nevera con productos del huerto “porque sí”. Estan Carlos y Bianca, Auxi y sus delicias caseras, Karina la milagrosa, la Conchi y sus abrazos de mami, super Cris y nuestros “sujetame el cubata maricarmen”, Carmen, Piedad y nuestrso karaokes, Yoli, Miguel Angel, Jose, Marta.. , Y, por supuesto, un montón de niños terremotos incluido a mi sobri con los que poder jugar en el parque, en frente del bar de Sandra, la que me dice que soy una gastadora porque no paran de llegarle paquetes a mi nombre y yo la medio soborno a base de trenzas de longaniza.. Si ya está don Daniel para echarnos cuatro risas el plan se vuelve un planazo, y para mi que no tengo hijos pero adoro a los gorriones, todo esto es un regalo inesperado.
¿Y la vida social? Porque sí, la gran pregunta siempre es: “Pero… ¿y qué haces en tu tiempo libre?”. Pues bien, resulta que en los pueblos también hay planes. Aquí no tienes cientos de bares ni una cartelera de cine con diez opciones distintas, pero tienes cenas improvisadas en casa de un amigo, tardes enteras de sobremesa en el bar del pueblo, fiestas patronales en las que todo el mundo se convierte en experto en bailar lo que le echen que para eso pincha el concejal de fiestas y, sobre todo, una conexión con la gente que en la ciudad a veces se pierde entre el ruido y las prisas.
Cinco años después, celebro mi aniversario en el pueblo con una sonrisa, con el corazón lleno de gratitud y con la certeza absoluta de que no me equivoqué. Puede que vivir en un pueblo no sea para todo el mundo, pero para mí ha sido encontrar un hogar, gracias Alfindeños!

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